El dragón de oro resulta
tan cautivante que justo cuando termina ya tienes ganas de volverla a ver.
Todavía estás parado frente al escenario, aplaudiendo a los actores y, perdido
con la hora, te preguntas si fue una obra corta o el tiempo pasó y no te diste
cuenta.
Lograste
seguir cada escena, entendiste el argumento, disfrutaste, sufriste, pero sigues
creyendo que no fue suficiente con una sola vez. En medio de tantas
sensaciones, razonamientos y preguntas, te atreves a la exageración: la pieza
debe ser de lo mejor que hayas podido ver del teatro cubano contemporáneo.
En la
cocina de un restaurante chino, al Pequeño le duele una muela. Este suceso le
sirve a Raúl Martín y a Teatro de la Luna para un acercamiento a la emigración
y extenderse a las relaciones humanas. Pero todo es tan sutil, sugerente y vertiginoso, que te sumerges en
los diálogos y gestos y de pronto te sorprende el telón caído, la luz encendida
y los aplausos del público.
Todo se
integra para lograr un espectáculo lleno de matices y aperturas a niveles
varios. Los cinco actores coreografiaron con tapas y cazuelas; narraron,
describieron y dialogaron como si leyeras un libro o escucharas una novela
radial; lograron una precisión milimétrica con la banda sonora de la obra,
interpretada en vivo; se desdoblaron en personajes del sexo opuesto y fueron más
allá del simple cambio de tono grave o agudo.
Después
de casi una hora y 15 minutos, El
dragón… progresa desde lo simplemente hilarante a lo conmovedor e
inquietante. Como toda buena obra de arte, te deja esa extraña mezcla de
sensaciones de vacío, tristeza, pena, pero a la vez te deja reconfortado y
mucho, mucho menos solo que cuando entraste a la sala de teatro, a ver lo que creías sería una obra
más.