20 febrero, 2013

Ibrahím Ferrer y el encanto de sus misterios

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La música priva y libera, juzga e incita, arranca  sonrisas y despilfarra llanto. La música es ángel, es demonio… Para Ibrahim Ferrer fue esto y aquello. La sintió como un tatuaje fresco, la acarició desde joven con voz pura y suave, la canalizó hecha son, guaracha, sentimiento.

El legado de Ibrahim trasciende la mercadotecnia, las técnicas vocales y el entretenimiento; supone más, remite a un estadío emocional que solo con la pasión de su voz se descubre y torna vulnerables a los de apreciación artística sublime. Baste escuchar su interpretación de “Silencio”, dueto con Omara Portuondo, para que la magia se revele.
Sus pasajes biográficos demostraron que la fama instantánea no es fórmula férrea que determine calidad. Pero él era mortal, por eso hacía tan exquisita música, porque sonreía, porque lloraba, porque era humano; y por eso también como humano dudó. Decepcionado sintió vergüenza, desconsuelo, humillación… pensó que vivía bajo la sombra de colegas al no alcanzar gran renombre.

Ibrahím derrumbó su espíritu ante infortunios que fustigaron su carrera, los etiquetó “maldiciones” y aisló su talento; lo reprimió con fuerzas. Mas la música es demonio, decíamos, y lo trajo de regreso a sus grietas misteriosas. Fama mundial, éxito… Carnegie Hall, Royal Albert Hall, Sydney Opera House, Orchard Hall… Recibió ovaciones desencadenadas y eufórica aceptación en distintas partes del mundo.

Resultó imposible prescindir de su formidable cualidad de músico. El orbe lo reclamaba. El Buena Vista Social Club lo edificó como pieza irremovible del bolero y gracias a su retorno a los estudios y escenarios, la humanidad atesora hoy compactos que recogen la maestría de este intérprete. Destacan A toda Cuba le gusta, Buenavista Social Club presents Ibrahim Ferrer, Buenos Hermanos y Mi sueño. A bolero Songbook.

Nació un 20 de febrero, año 1927, en la ciudad de Santiago de Cuba y dejó la vida terrenal en el 2005, conservando la misma sencillez y humildad que poseía a los doce años cuando vendía dulces y palomitas de maíz para sobrevivir.

Y quizás hoy, a 86 años de su natalicio, un corazón cualquiera y en cualquier parte del planeta añore un amor perdido, tal vez el primero, mientras escucha, tirado en un rincón oscuro, las melodías de Ibrahím Ferrer Planas.

Cortesía de Héctor Segura Rizo

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